Bienvenidos a este Blog

Este Blog se ha creado con la finalidad de compartir e intercambiar materiales de apoyo didáctico, lo único que pedimos es que vengan firmados por los autores originales, para evitar conflictos posteriores.
Nuestra misión es simplemente intercambiar y aportar materiales para los profesores del país, no hay lucro en ninguno de los casos.
Si estás interesado en ser colaborador directo de este espacio, puedes mandar tus materiales a los siguientes correos, y con gusto los publicaremos:

alcado@msn.com
todoparasextogrado@gmail.com

Gracias por hacer que esta página siga activa....

viernes, 28 de enero de 2011

Mas lecturas....

Compañeros...Buscando aquí y allá me encontré con estos tres textos a ver si sirven para el concurso...

Francisca y la Muerte

—Santos y buenos días —dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:


Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.

"Cumplida está" pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.

Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.

"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.


Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.

Así pues, echó y echó a andar la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita
—dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano

—contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa?

—preguntó la muerte.
—¡Quién lo sabe! —dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.


Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.

—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?

— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.

"¡Chin!", pensó la muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la muerte:

—¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?

—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.

—¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.

—Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.

—Gracias —dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.


Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte y rabió:


"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino.


Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
—Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?

—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.

—Gracias —dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.


Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:

—Con Francisca, a ver si me hace el favor.

—Ya se marchó.

—¡Pero , cómo! ¿Así, tan de pronto?

—¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la muerte turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.

—Entonces usted no conoce a Francisca.

—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.

— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la muerte dijo:

— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...

—¿Y qué más?

—Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...

—¿Digamos qué?

—Filosa.

—¿Eso es todo?

—Bueno... además de nombre y dos apellidos.

—Pero usted no ha hablado de sus ojos.

—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.

—No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.

Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.

Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.


Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:

"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"

Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.

Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:

—Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:

—Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.




Un Tango para Hilvanando Texto: Eraclio Zepeda

Hilvanando, hilvanando, el maestro sastre pespunteaba los largos días de mi pueblo. Zurcía historias. Empataba recuerdos. Ponía ojales y botones a los sueños. Acudíamos a su taller para oír sus palabras, o ver sus manos, que iban y venían cortándonos cuentos.

Todos lo queríamos en el pueblo. Respetábamos su oficio tan útil y complejo. Al trazar con su tiza los cortes que formarían un futuro pantalón, el maestro parecía un astrónomo calculando movimientos de planetas. Mientras trabajaba, si no contaba historias, silbaba melodías que recuerdo dulces.
Cuando venían las fiestas le encargábamos ropitas nuevas: de ahí que pensáramos en él con alegría durante el resto del año. Nos gustaba escucharlo y ver sus quehaceres ejercidos con tanta perseverancia.

Los viejos recordaban que su nombre era Hildebrando, pero para nosotros siempre fue don Hilvanando, como su eterno hilvanar lo demostraba.


Don Hilvanando, el sastre, trabajaba puntada tras puntada hasta el último repique de campanas en la tarde. A esa hora se sacudía del regazo los recortes de tela, los trocitos de hilaza y los recuerdos que le habían caído durante el día.


Bostezaba con entusiasmo, se frotaba los ojos para ver el mundo que empezaba en la puerta misma de su taller, y se bajaba de la mesa de madera en donde trabajaba todo el día con las piernas enrolladas y los pies descalzos.


Nunca supimos por qué el maestro Hilvanando destinaba las sillas de su taller tan sólo para acomodar en ellas paños, aguardando el turno de las tijeras; también había pantalones terminados, esperando la aparición de sus dueños que ahí mismo los estrenaban. Para eso usaba las sillas.

La mesa en cambio era asiento, superficie de trabajo, colección de botones, almacén de figurines, agujas dispuestas en almohadillas, todo.

Al bajarse de su mesa de taller, se ponía los zapatos y se iba silbando a oír el radio en casa de su primo.


Era un radio enorme, con unos botones chiquititos para mover una aguja aún más pequeña, que iba a saltos por un universo de números, casi invisibles, que nos llevaban de un país a otro en medio de tempestades de estática.

Don Hilvanando pasaba de los botones y la aguja de su oficio a la aguja y los botones de aquel sorprendente aparato en el que un día escuchamos hablar una lengua recortada y melodiosa, igualita a la que se oía en la trastienda de don Juan Wong, el chino.


En ese radio de su primo don Hilvanando conoció el tango, que habría de llenar de tal modo su vida hasta no permitirle ya vivir en calma.


Cada día acortaba más su jornada de trabajo para brincar de su mesa más temprano, ponerse los zapatos e irse a escuchar los tangos.

Las sillas de su taller tenían menos pantalones terminados y en cambio los lienzos esperando el corte se acumulaban en torres multicolores.


Entendiendo que su buena fama estaba en entredicho hizo un trato con su primo para adquirir el enorme radio. Todos los niños le ayudamos a llevarlo a su taller en una carretilla que don Hilvanando manejó con un cuidado extremo.


Dejó de contar historias y de silbar. Su taller se convirtió en la casa del tango. A la hora en que uno llegara el maestro tenía una sonrisa permanente y sus ojos cansados se ponían luminosos con el tango La cumparsita.
Daba gusto ver cómo el maestro Hilvanando medía sus telas con su cinta métrica: abría y cerraba las manos como tocando un acordeón imaginario, siguiendo la tonada de un lejano bandoneón.
Don Hilvanando empezó a soñar con la tierra de donde venía el tango: el Plata, el río de la Plata, el país del Plata era el origen del tango. De allá, en viaje certero, venía directo para salir por la bocaza de su radio.

El Plata tendría que ser una tierra limpia, deslumbrante. El Plata bruñido por los tangos tendría que ser blanco, tal vez como la luna.


Nadie advirtió cuándo empezó todo: lo cierto es que don Hilvanando se cosió unos pantalones blancos; y luego una camisa blanca, y con zapatos blancos empezó a caminar en el parque por las tardes, tarareando la melodía Caminito.

Un domingo lo vimos estrenar un gran sombrero blanco, en el que apenas se notaba el polvo que caía sobre él. Silbaba los tangos aprendidos del radio y caminaba, con su ropa blanca y sus zapatos blancos, mientras soñaba en el país del Plata bajo la mirada en disimulo de todos nosotros.


Un día vendió las sillas de su taller y con dolor también vendió la mesa. Trabajaba ahora en el suelo, en una estera, espléndido petate que le regalara un viajero que pasó rumbo al sur.


Con el dinero de las sillas y la mesa y otras ventas compró un caballo blanco. De pronto, en la boda de la Marianita, anunció que se iría al sur, tras el camino revelado por el viajero que le regaló la estera.
Cuando preguntamos qué tan adentro del sur iría, contestó simplemente que habría de llegar al país del Plata, que por el momento tenía sueño y que se retiraría a descansar. Se despidió y se fue silbando el tango Adiós.


Compró una silla de montar muy blanca, con árguenas blancas, y también unas riendas blancas para su caballo que ahora se llamaba Luz de Plata. Su proyecto de ir al sur, hasta el nido del tango, lo absorbía completamente. Por las tardes, antes de ponerse los zapatos blancos, contaba sus monedas y hacía presupuestos. Un día rompió a llorar al darse cuenta de lo poco que podía reunir.

Cuando lo supimos, el pueblo se puso triste, era un gran tango que había caído de pronto como un eclipse. Alguien propuso una colecta. Y así fuimos de casa en casa reuniendo monedas para el viaje de don Hilvanando. Se organizaron distintos grupos para abarcar todos los barrios del pueblo. Y cuando los pueblos vecinos se enteraron también reunieron sus monedas y vinieron al taller de don Hilvanando, donde se entraron con nosotros.

Don Hilvanando supo que con la fuerza de todos llegaría al fin de su camino. Se vistió con calma, ensilló a Luz de Plata, guardó en las árguenas blancas los recursos reunidos por los pueblos y montó dignamente. Nos vio a todos, se ajustó la camisa blanca y, despidiéndose, agitó el sombrero blanco.


Todos fuimos detrás de su caballo para despedirlo hasta la última colina del pueblo, el "divisadero" como se llama, cargando en hombro las marimbas que tocaron y tocaron Adiós muchachos hasta que don Hilvanando se perdió de vista. Nosotros nos quedamos con las gargantas roncas.

El día en que el viejo radio de don Hilvanando nos avise que la alegría camina nuevamente por las calles y los campos del Plata, tendremos la seguridad de que el viejo sastre llegó hasta allá con su caballo blanco y el amor de todos los corazones de nuestro pueblo.




Mi Vida con la Ola
Texto: Octavio Paz
Adaptación: Elena Poniatowska


Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas.

Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo, saltando.

Cuando llegamos al pueblo le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó.

Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Tras de mucho cavilar, me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros y allí vertí cuidadosamente a mi amiga.

Una señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando la empujé para que lo tirara, La señora me miró con asombro. Mientras yo pedía disculpas, un niño abrió la llave del depósito. La cerré con violencia. La señora se llevó el vaso a los labios:

—Ay, el agua está salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al conductor:
—Este individuo echó sal al agua.
El conductor llamó al Inspector:
—¿Con que usted echó sustancias en el agua?
El Inspector llamó al policía de turno:
—¿Con que usted echó veneno al agua?
El policía de turno llamó al capitán:
—¿Con que usted es el envenenador?

El capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y arrastraron a la cárcel. Durante días nadie me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave".

Me consignaron al juez penal. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Llegó el día de la libertad y esa misma tarde tomé el tren, luego un taxi y llegué a mi casa.

En la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho.

La ola estaba allí, cantando y riendo como siempre:

—Ola, ¿cómo regresaste?
—Muy fácil, en el tren.

Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora.

Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas.

Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos oscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.


Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país.
Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa a escondidas.

Cuando abrazaba a la ola, ella se erguía increíblemente esbelta, como el tallo líquido de un chopo, y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda, y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio.


Pero la ola se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Llené la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia la ola hacía naufragar.

¡Ah, cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo!


Instalé en mi casa una colonia de peces que nadaban en la ola.


Pero ella no se alegraba con nada; al contrario, por la noche aullaba largamente, y durante el día, con sus dientes acerados y su lengua corrosiva, roía los muros, desmoronaba las paredes y se pasaba las noches en vela haciéndome reproches.

Entonces empecé a salir con frecuencia y mis ausencias se hicieron cada vez más prolongadas. Frecuenté a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones.

Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Una noche nevó. Entonces la ola se arrinconó, se puso fría, y una mañana al levantarme la encontré convertida en una hermosa estatua de hielo.

Entonces la eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la ola dormida a cuestas. En la estación pedí un boleto al puerto más cercano. La puse a mis pies, bajo el asiento, cuidando mucho de que no se fuera a derretir. Había llevado una cubeta por si acaso.

Pesaba mucho, así que sentí verdadero alivio al ver, rumbo a la playa donde pensaba yo echarla al mar, una miscelánea en la que estaban vaciando la hielera.


—¿No me comprarían este bloque de hielo?
(Oí la protesta furiosa de mi amiga.)
—¿A verlo?
(La saqué del gran saco de lona y brilló muy bonito.)
—Está bueno, ¿cuánto quiere?
—Tres setenta y cinco.

Me alejé, pero antes de darle vuelta a la esquina alcancé a ver cómo el hombre sacaba su picahielo y empezaba a hacerla pedazos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Para compartir

INSCRIBETE A LA XXI ETAPA DE CARRERA MAGISTERIAL AQUI http://201.99.48.8/sicam/index.aspx?ReturnUrl=%2fsicam%2finscripcion%2fregistros.aspx%3fID%3d100 Se ha creado una cuenta en Megaupload para compartir archivos en esta página. Entra a http://www.megaupload.com/ En la parte de arriba dice iniciar sesion Usuario: planeacionesdid Contraseña: campeche Y luego ya solo se examina el archivo donde lo tengas y quieras compartir, poniendo una pequeña descripcion. Gracias por sus aportes....Recuerden que esta página es con fines didácticos y no lucrativo. La intención es mejorar la práctica didáctica diaria.