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viernes, 28 de enero de 2011

La Pulga Aventurera

La Pulga Aventurera
Texto: José Antonio Zambrano
Ilustración: Luis Jasso

Había una vez, en Tepeji del Río, una pulga. Es decir, hubo muchas pulgas, pero sólo vamos a contar la historia de una.
Cierto día dicha pulga estaba muy quitada de la pena, cuando de pronto escuchó:

—¡Pooom, pooom!

Corrió a la ventana, vio el humo de los cohetes y mucha gente muy endomingada.

—¡Cómo se me fue a olvidar! —exclamó la pulga al recordar que ese día se celebraba la fiesta del pueblo—. ¡Yo no puedo faltar!

Dio una maroma, patinó en el borde de la ventana y, con los brazos extendidos, se echó al aire como un clavadista de La Quebrada, yendo a caer sobre la banqueta. Como no tenía muchas ganas de caminar, digo, de brincar, se subió al primer perro que pasó por ahí y, rápido, llegaron a la feria.

—¡Cuánta gente! dijo—. ¿Cómo se verá el mundo desde la rueda de la fortuna?

Se formó en la cola, muy paciente, detrás de unos zapatos color café. En eso, recordó:

"¡Qué tonta! ¡Por las prisas olvidé mi bolso en casa! ¿Con qué voy a pagar?... ¡Yo me cuelo!"
Y de un solo brinco, se colgó de las agujetas de los zapatos color café.

Los zapatos la llevaron hasta una canastilla que se mecía suavemente. La pulga se acomodó en la agujeta y dijo:

—Gracias, zapato, me has traído a un palco de primera.

La canastilla empezó a subir:

—¡Qué vista! ¡Qué fresco viento! —pensó la pulga, emocionada—.

¡Quiero estar aquí todo el día!

La rueda de la fortuna empezó a girar. Cuando la canastilla llegó a lo más alto, la pulga se asomó.

En eso... sintió que el estómago se le ponía de corbata; después...

¡un jalón y un vacío!

La rueda tomó vuelo, las gentes gritaban; la cabeza de la pulga, al igual que la rueda, también daba vueltas.

—¡Mejor me bajo de aquí —pensó la pulga.

Y sintiéndose golondrina borracha, se lanzó al vacío en un doble salto mortal. ¡Allá va, volando y sin paracaídas! Hasta que... ¡zaz!, fue a caer sobre la cabeza de una señora muy encopetada.

—¡Ay, qué rico colchón! —pensó la pulga, y se quedó ahí en lo que se le pasaba el mareo.

Desde ese cómodo mirador, la pulga se paseó y disfrutó de otros juegos.

Bostezando: "zzzzzz".

De pronto, una violenta agitación la despertó: un peine barrió con ella y la tiró al piso.

—¿Qué pasó, qué pasó? —exclamó, manoteando contra un imaginario enemigo. Ya calmada, se dio cuenta de que se encontraba en una elegante casa.

—¡Qué coraje, de lo que me perdí —se lamentó al sentirse lejos de la fiesta.

Sobre un cojín de terciopelo, vio un enorme gato de angora. Como ella siempre quiso probar la sangre de gato fino, se acercó, brincó sobre él y lo mordió.

—¡Fuchi! —dijo al probar la sangre—. ¡Está muy salada!

Entonces, brinco a brinquito, llegó hasta el tobillo de la señora, subió a la pantorrilla y picó furiosamente.

—¡Qué diferencia, ésta sí es sangre fina! —se relamió.

—¡Ay, me ha picado un bicho! —gritó la señora—. ¡Pulgas en mi alcoba! ¡No puede ser! ¡María, Teresa, Eulalia, vengan rápido!

¡Busquen y maten a todas las pulgas que se encuentren por aquí!

Las sirvientas llegaron corriendo; esparcieron insecticida por todos lados y comenzaron a buscar. La pulga brincaba con desesperación, intentando escapar del smog letal que la perseguía. Ya los gases le pisaban los talones cuando, debajo del ropero, descubrió una puertecita; la abrió y, respirando agitadamente, la cerró tras de sí. Era la casa de un ratón. Sentado en una mecedora, muy tranquilo, el señor ratón leía el periódico.

Al darse cuenta de la presencia de la intrusa, exclamó:

—¿Qué haces aquí, pulga? ¿No sabes que no somos de la misma especie? Vete. No quiero que me chupes la sangre.

La pulga, llorosa y desesperada, suplicó al ratón:

—Escóndeme en tu casa, ratón, por favor. Me iré en cuanto el campo de batalla esté tranquilo.

—¿En cuanto qué? —dijo el señor ratón.

—Es que tres mujeres me vienen persiguiendo y me quieren matar. Ayúdame.

El ratón pensó un momento.

—Está bien —dijo—, puedes quedarte; pero que no se te ocurra acercarte a mí.

Y así la pulga se quedó a vivir en la casa del ratón. Al pasar los días se hicieron grandes amigos; cada uno contó al otro la historia de su vida.

Suspirando, la pulga le platicó que le gustaría terminar su vida en un zoológico para poder chupar sangres exóticas, de distintos sabores. Por su parte, el ratón confesó que tenía unas ganas locas de tener un bonito reloj como el del dueño de la gran casa.

Esa misma noche, la pulga, con sigilosos brincos, llegó hasta la cama donde descansaba un hombre. Al escuchar el tic-tac del reloj la pulga dudó:

—¿No será una bomba? —y prosiguió—: ¡No puede ser! ¡Ánimo! ¡Valor! ¡Al ataque!

La pulga cayó sobre su víctima y la atacó con gran velocidad; le picó en las piernas, en la panza y en los brazos, hasta que la despertó.

Con gran escándalo, el hombre buscó a la autora de tales piquetes. En medio de un revuelo de cobijas, sábanas y almohadas, un reloj de bolsillo cayó al piso, sin que el furioso hombre se diera cuenta.

Renegando, reacomodó las cobijas, se calmó y volvió a dormirse.

Frotándose las patas delanteras de alegría, la pulga bailó ceremoniosamente alrededor del reloj; flexionando los brazos igual que un pesista se puso a jalarlo. Atravesó varias habitaciones hasta que llegó a la casa del ratón.

Con mucho cuidado abrió la puertecita. Arrastró el reloj hasta la entrada de la recámara del señor ratón, y escribió una nota:

Amigo:
En unos cuantos minutos terminaré de escribirte estas líneas y antes de una hora ya estaré de regreso en mi casa.
Nuestra amistad es tan amplia como el tiempo, y aunque no sé para qué demonios le puede servir un reloj a un ratón, aquí está este.

La pulga aventurera…

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