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LECTURAS DIVERSAS PARA TODOS LOS GRADOS

Teseo y el Minotauro
En una islita rocosa que flotaba en medio del mar, vivía un monstruo feroz
La islita se llamaba Creta y el monstruo se llamaba Minotauro.
El Minotauro tenía un cuerpo raro, mezcla de hombre y de toro, y una fuerza terrible.
Además tenía la mala costumbre de comerse todos los años a los jóvenes más fuertes y hermosos de la ciudad de Atenas.
Por eso en Atenas la alegría duraba todos los días del año, menos uno.
Ese día todos estaban tristes y desconsolados porque partía el barco hacia Creta.
El barco que llevaba catorce víctimas para el Minotauro.
Siete muchachos y siete chicas, que partían resignados a tan triste suerte.
Porque eran pesimistas.
Pero una vez hubo un optimista: el príncipe Teseo, conocido por todo el mundo por su valor.
¡Por su gran valor!
Tan valiente era, que no le tenía miedo a nada ni a nadie. Ni a los bandidos que asaltaban la ciudad, ni a los gigantes que asustaban a la gente por los caminos.
Tenía, sobre todo, una gran confianza en sí mismo. Y quería acabar para siempre con el único día triste del año que apenaba a su querida ciudad de Atenas. Pero sabía que, para conseguirlo, tenía que enfrentar al Minotauro y no dejarse comer por él.
Lo primero que hizo Teseo para poner en práctica su plan fue embarcarse con sus compañeros en un barquito, con velas negras, que se dirigió velozmente hacia la peligrosa isla de Creta.
La quilla del barco golpeaba con tanta fuerza a las olas del mar, que éstas se asustaron y gritaron:
—¿A dónde vas, Teseo, con tanta prisa?
—¡A enfrentarme con el Minotauro!
—¡Ten cuidado con él! ¡Es más, fuerte que un toro! —le aconsejaron las olas, al mismo tiempo que le abrían paso.
¡Y tenían mucha razón!
El Minotauro era fuerte, muy fuerte, y casi siempre estaba de mal humor.
Sobre todo porque lo habían encerrado en el Laberinto, una cueva que daba muchas vueltas y que tenía una gran cantidad de pasillos, encrucijadas y recovecos.
De manera que el monstruo estaba siempre mareado y aburrido.
Sus bostezos y sus rugidos de rabia hacían temblar la isla entera.
¡Y temblando la encontró Teseo al desembarcar! Pero no tuvo miedo
El primero que salió a recibirlo fue el rey de la isla, que estaba un poco intrigado porque nunca había visto un barco con velas negras. Le parecía de mal presagio.
—¿Qué significa este barco enlutado? —le preguntó en voz muy alta y enojado.
—Significa que nada bueno te anunciamos —le contestó Teseo divertido.
—¡Insolente! ¿Quién eres?
—Soy Teseo. Vengo a visitar el Laberinto y a pelear con el Minotauro.
—¿A visitar el Laberinto? ¿Y a pelear con el Minotauro? ¡Ja, ja, ja!... —se rió el rey—. ¡Pero no sabes lo que dices!

Sí, al rey aquello le pareció un disparate, porque él sabía que era fácil entrar en Laberinto, pero que era dificilísimo salir.

Por dos causas: primero, el Laberinto era una trampa terrible, que tenía una sola puerta que servía de entrada y su interior era tan complicado que todos se perdían por los pasillos oscuros y retorcidos...
¡Y no podían salir nunca más!
Y segundo, porque allí dentro estaba el Minotauro, que era invencible y no tenía piedad ni compasión de nadie.
Cuando los compañeros de Teseo se enteraron de todo esto, se desesperaron.
¡No había salvación posible, por más fuerte que fuera Teseo!
Pero en medio de su angustia no se habían dado cuenta de una cosa: no todos eran malos en la isla, ¡Estaba Ariadna, la princesa, juguetona y de piel dorada y ojos del color de las algas! ¡Y que se había enamorado de Teseo!
Como había decidido ayudarlo, lo citó a escondidas de su padre y le dijo:
—Eres muy simpático. Y como respeto y admiro tu valentía, te apoyaré en todo lo que hagas.
—Gracias —le dijo Teseo sorprendido y contento—. Me alegro muchísimo de tener de mi parte una princesa tan inteligente y bonita.
Pues mira, lo único que yo deseo, es acabar con la desgracia que entristece a mi pueblo un día cada año. ¡Quiero matar al Minotauro! ¡Y cuando esté bien muerto, ya no tendrá ganas de comerse a nadie y en Atenas habrá fiesta todos los días!
Cuando Teseo terminó de hablar, Ariadna aplaudió entusiasmada.
—¡Yo tampoco quiero que el Minotauro se coma a tus amigos! Pero... ¿cómo harás para salir del Laberinto una vez que termines con el monstruo?
—No lo sé. ¡Ese es mi mayor problema! Pero alguien tiene que saberlo.
—Ya sé —lo interrumpió Ariadna, contentísima de haber tenido una buena idea— ¡Dédalo debe de saberlo!
—¿Quién es Dédalo? —le preguntó Teseo, que nunca había oído pronunciar aquel nombre.
—Dédalo es el arquitecto que inventó el Laberinto. Él hizo los planos de todos sus pasillos, encrucijadas y recovecos. ¡Tiene mucha imaginación!
—Entonces, nadie mejor que él para aconsejarnos! ¿Dónde esta?
—Ven conmigo —le dijo Ariadna, tomándolo de la mano—. Yo sé dónde encontrarlo.
Dédalo, como de costumbre, estaba pensando, sentado, a orilla del mar, sobre una roca redonda.
Tenía los ojos grandes y brillantes, en los cuales se reflejaba todo lo que iba pensando...
En aquel momento una torre de tres picos bailoteaba en sus pupilas... Pero se borró inmediatamente en cuanto aparecieron Teseo y Ariadna.
Cuando Ariadna terminó de explicarle qué era lo que necesitaban, les dijo Dédalo:
—Es cierto. Soy el único que sabe cómo salir sano del Laberinto. Pero les diré cuál es la manera de hacerlo bien si me prometen una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntaron los dos príncipes a la vez.

—¡No le digan al rey que yo les ayudé! ¡Porque si se llega a enterar, me encerrará en la prisión!

—¡Guardaré el secreto toda mi vida! —prometió Teseo, que para esas cosas era muy serio.
—Bueno. ¡Así me gusta! Entonces presta atención: llevarás un ovillo de hilo que te dará Ariadna y, al entrar en el Laberinto, lo atarás a una saliente que hay en la puerta. Luego, por cada paso que des, desenrollas un poco el ovillo...
De esa manera, cuando quieras volver podrás hacerlo tranquilamente, guiándote por el hilo que habrás ido dejando como rastro. ¿Entendido?
—¡Sí! ¡Es muy fácil!
—¿Y el Minotauro? —preguntó Ariadna, asustada.
—¡El Minotauro será vencido para siempre! —gritó Teseo, seguro más que nunca de su energía y valor.
Sin mucha tristeza se despidieron Teseo y Ariadna, y el príncipe se reunió con sus compañeros para dirigirse al Laberinto.
Teseo, por supuesto, era el jefe del grupo.
Pidió a sus amigos que se pusieran en fila y que no hicieran ruido.
Así se encaminaron hacia el terrible Laberinto cuando el Sol se acostaba ya en un montón de nubes rosadas.
Una vez que entraron, Teseo ató la punta del ovillo a una saliente en forma de herradura que había en la puerta. Estaba bastante oscuro, pero empezaron sin embargo a caminar y a dar vueltas y más vueltas en busca del Minotauro.
El hilo que había dado Ariadna a Teseo, los seguía paso por paso, para guiarlos a la vuelta.
Cuando ya estaban por la millonésima vuelta, muy mareados y con ganas de sentarse un ratito... ¡descubrieron, por fin, al Minotauro!
¡Era espantoso!
Tenía la piel reluciente y sus ojos chisporroteaban de rabia.
—Qué bien! —les dijo, con una voz bastante educada—. Han podido llegar hasta aquí con comodidad... ¡Y creen que podrán salir fácilmente, siguiendo el hilo! Pero... ¿no pensaron que yo los puedo comer?
—No te burles —le dijo Teseo enojado—, que no sabes quién va a salir ganando todavía.
—¡Yo soy muy peligroso! —bramó el Minotauro, arrojándose sobre Teseo, que lo esquivó ágilmente. Y así empezó una lucha terrible. Por cada resoplido que daba la bestia, el valiente Teseo le contestaba con un golpe bien dado. Y tanto resopló y tantos golpes recibió de su enemigo el monstruo feroz, que se cayó al suelo...
Y en el suelo ya recibió un último golpe mortal.
Se pusieron tan contentos todos con la victoria de Teseo, que inmediatamente se pusieron a bailar por los pasillos del Laberinto.
Cuando el rey los vio a todos de vuelta, sanos y felices, pensó:
—Teseo es valiente de verdad. Tendré que hacer las paces con él y con su pueblo, si no, saldré perdiendo.
Entonces gritó:
—¡Teseo, bravooooo! ¡Felicitaciones!
Era un rey convenenciero.

Aquella misma tarde festejaron el triunfo... bailando.

Bailaban la danza del Laberinto en honor de la cueva del Minotauro.
Teseo y Ariadna formaban la pareja principal del baile.
Compañeros maestros....Aquí un cuento corto del uruguayo HORACIO QUIROGA, ideal para el concurso Niños Lectores 2011

LA ABEJA HARAGANA

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar. Es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana.
Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir y así se la pasaba todo el día, mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia, para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida, tienen el lomo pelado porque han perdido los pelos de tanto rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole: —Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó: —¡Yo ando todo el día volando, y me canso mucho!
—No es cuestión de que te canses mucho —le respondieron— sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciendo así la dejaron pasar. Pero la abeja haragana no se corregía.
De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia dijeron: —Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida —¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron— sino mañana mismo. —Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes que le dijeran nada, la abeja, exclamó: —¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron— sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora pasa. Y diciendo esto se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío. La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calientito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron. —No se entra —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita. —Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras —le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan —respondieron las abejas, que saben mucha filosofía. Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía, y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, al tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —exclamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío!
Intentó entrar en la colmena. Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño! —Es más tarde aún. —¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir!
Entonces le dijeron: —No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró, hasta que de pronto rodó por el agujero —cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que había trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós, mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
—¿Qué tal abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra burlona— voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
—¡No es justo, eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero—.
¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres, que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes. Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo, menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien, —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. El que haga la prueba más rara, ese gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú, —repuso su enemiga— tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, por que se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena, y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esta prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que no hace nadie.
—¿Qué es eso?
Desaparecer.
¿Cómo? —exclamó la culebra dando un salto de sorpresa—.
¿Desaparecer sin salir de aquí?
—¿Y sin esconderte en la tierra?
Sin esconderme en la tierra.
—¡Pues bien, hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida —dijo la culebra.

El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda.

La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando yo diga "tres", búsqueme por todas partes ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno.... dos.... tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie.
Miró arriba, abajo, a los lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido. La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba? No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó al fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita —salió del medio de la cueva.
—¿No me vas hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí, —respondió la culebra—.
Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: La plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de ese fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita, que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible.
Recordaba su vida anterior, durmiendo noche a noche en la colmena bien calientita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia.
Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el Otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir, a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno.
A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

La palabra descontenta

La Palabra DescontentaTexto: Rocío Sanz
Ilustración: Gonzalo Rocha


Había una vez una palabra descontenta. Muy descontenta.
Era la palabra PERO.

—¡PERO! —se decía—. ¿Qué clase de nombre es ese?

¡No es nada!

—Eres una conjunción —le decían.

—¡Sí, y nadie sabe lo que es eso! —contestaba la palabra PERO—. Si al menos fuera yo un sustantivo concreto y fuerte... o un lindo adjetivo de colores... ¡No! ¡Soy un simple PERO!
Su nombre le parecía muy feo. Y su uso le parecía más feo aún.

—Siempre me usan para desanimar a la gente —decía—. Siempre dicen "Es una niña muy linda PERO..." y luego ponen lo feo. ¡Siempre le ponen PEROS a todo! ¡Estoy harta!

La palabra PERO estaba muy descontenta de sí misma.
—Ve a ver a la Ortografía —le aconsejaron—. Ella suele cambiar a las palabras.

La palabra PERO fue a ver a la Ortografía.

La encontró muy atareada resolviendo una discusión entre la B y la V que querían ocupar el mismo lugar en una palabra.

—Se queda la B grande y se acabó —sentenció la Ortografía—. ¡Y ya no quiero más pleitos entre ustedes dos! —les gritó, mientras la B y la V se alejaban cabizbajas.

La palabra PERO se acercó:
—Señora... señora...

—¿Qué? ¿Quién es? —rugió la Ortografía.

—Yo —contestó PERO, haciéndose chiquitita.

—¡Qué quieres aquí PERO? ¡Estoy muy ocupada! —dijo la Ortografía.

—No estoy satisfecha de mí misma...

Quisiera cambiar... —murmuró PERO.

—¿Cambiar? ¿Por qué? ¡Así estás bien!

La palabra PERO se echó a llorar.

La Ortografía, al ver cómo le corrían las lágrimas por el palo de la R, se enterneció y le dijo:

—A ver, acércate. Veré qué puedo hacer.

La palabra PERO se acercó y la Ortografía empezó a buscar entre sus papeles.

—Aquí tengo algunas letras de sobra —dijo la Ortografía—. Me sobran XXX y KKK; son consonantes, y me temo que no te van a quedar. Acércate. Probemos: KPEKRPKX, KPEKROKX, ¡Terrible! ¡Te vuelves impronunciable!

La palabra PERO se sacudió las XXX y las KKK y miró a la Ortografía, muy desconsolada.

—No pongas esa cara —dijo la Ortografía—. Mira: te voy a prestar una hache. Es muda, sin embargo, adorna. A ver, deja ponértela. PEHRO. Ahí tampoco, te ves muy mal. PEROH... no está muy bien, aunque es mejor que nada —observó la Ortografía—.

Llévate esa hache final, cuídamela mucho.

Y la palabra PEROH salió de allí llevando una hache final de la manita. Iba contenta; se sentía cambiadísima... hasta que se encontró con otras palabras:

—¡Mira! —decían—. ¡Ahí va la palabra PEROH con una hache al final, ji,ji!

—¡Qué mal gusto! —dijo la palabra ALCOHOL.

—¡La hache final ya no se usa!

—Está pasada de moda —decían CHATO y ¡ATCHÍS!, estornudando—. ¡Hoy en día las haches se llevan en medio!

—Y lo elegante es ponerles una C para que suenen —comentó CHICHÓN HINCHADO.

La pobre palabra PEROH se sintió muy mal. Miró su hache final, muda, sin C...: PERO ¿H? La soltó de la manita y la hache se fue brincando, a buscar una C para sonar.

La palabra PERO se quedó deprimidísima, quería cambiar... y no podía. Era una palabra descontenta, quejosa, malhumorada. Cierto día, al ir entrando a una frase, la palabra PERO se encontró con la palabra COQUETA.

—¡Te ves muy mal! —le dijo coqueta—. ¡Tienes que ir al salón de belleza, te dejarán como nueva! Un masaje de letras, un tratamiento facial y un tinte harán maravillas. Es caro, ¿eh? —advirtió COQUETA—. ¡Vale la pena, aunque a mí casi me cuesta el palo de la T!

Y la palabra PERO fue al salón de belleza más caro del mundo.

¡Pobre palabra PERO!: le quitaron las papadas de la P y de la R; le respingaron los palitos de la E y le adelgazaron la O. Luego le untaron cremas por toda la cara y, mientras se secaba, le tiñeron las letras de colores y le pintaron las uñitas de la E y la R.

PERO se sentía divina. Al principio nadie la reconocía y enseguida empezaron los chismes.

—¿Quién es? —susurraban.

—¡Es PERO, maquillada! ¡Se pintó el pelo, ji, ji!

Y muy pronto ya nadie hizo caso del cambio y siguieron usándola para desanimar a la gente.

—Tu tarea está limpia —decían—, PERO... y luego decían lo malo.

La palabra PERO se desanimó mucho. No volvió a darse masajes, engordó de la P y la R, descuidó la O y se despintó todita.

Andaba muy triste.

Siguió siendo una palabra descontenta, quejosa, malhumorada.

Casi una mala palabra.

Un buen día, cuando salía de un proyecto donde le habían puesto PEROS a todo, acertó a pasar por la oficina de un escritor y allí vio el siguiente rótulo:
ESCRITOR
SE ARREGLAN PALABRAS
La palabra PERO decidió entrar.
—¡Una conjunción! —exclamó el Escritor al verla—. Entra, las conjunciones me gustan mucho. Son cortas, muy útiles.

La palabra PERO se desconcertó.

—Yo... —tartamudeó—. Yo... yo no me siento útil.

—¿No? —indagó el Escritor—. Pues entonces, ¿a qué has venido?

—Yo —dijo PERO—, he venido a que me arregles.

El Escritor se quedó perplejo.

—¿A que te arregle? —exclamó— ¿Para qué? Yo puedo usarte tal como eres.

—¡No quiero que me uses! —gritó PERO—. ¡Quiero que me arregles!

¡Siempre me usan para desanimar a la gente! ¡A todo le ponen PEROS!

El Escritor la observó detenidamente. Luego le dijo: —Yo podría arreglarte... PERO ¿valdría la pena?... Estás completa —añadió—, PERO muy flaca. Eres una palabra útil, PERO muy corta. Bonita, PERO algo acabada.

—¿Lo ves, lo ves? —aulló PERO—. ¡Hasta TÚ me usas para desanimarme!

El Escritor calló. Luego, con una sonrisa muy pequeña le dijo:

—Te usan para desanimar a la gente... ¿Sólo para eso?
—¡A todo le ponen PEROS! —aulló PERO—. ¡Quisiera cambiar! ¡Quiero que me arregles!

El Escritor inclinó la cabeza y miró a la palabra PERO.

—Puedo arreglarte —dijo—, si eso es lo que quieres. Piénsalo bien antes de que te cambie. Fíjate, estás flaca, PERO eres una palabra completa. Eres corta, muy útil. Escúchame bien: estás algo acabada PERO...

—¡No me importa! —gritó PERO—. Ya no me pongas PEROS y ¡arréglame!

El Escritor calló largo rato. —PERO... ¿no te das cuenta? —musitó al fin.

La palabra PERO no escuchaba nada. Estaba sorda de rabia.

El Escritor se puso muy serio, muy seco.

—Está bien —dijo al fin—. No queremos palabras descontentas de sí mismas. Voy a arreglarte, pero te advierto que después no admito quejas. Acércate.

La palabra PERO se acercó. El Escritor la puso sobre la mesa y la miró detenidamente. Luego suspiró y se puso a trabajar para cambiarla.

Tomó sus cuatro letras y las separó: P E R O.

Las revolvió: E R O P; O P R E.

Luego las volvió a juntar: PERO. Las miró así juntas, por última vez: P E R O. Luego, con un solo movimiento rápido, cambió dos letras de lugar.

—¡Ya está! —dijo, apartando la vista.

La palabra PERO había sido transformada en otra palabra.

La palabra PERO había quedado PEOR.

La Pulga Aventurera

La Pulga AventureraTexto: José Antonio Zambrano
Ilustración: Luis Jasso

Había una vez, en Tepeji del Río, una pulga. Es decir, hubo muchas pulgas, pero sólo vamos a contar la historia de una.
Cierto día dicha pulga estaba muy quitada de la pena, cuando de pronto escuchó:

—¡Pooom, pooom!

Corrió a la ventana, vio el humo de los cohetes y mucha gente muy endomingada.

—¡Cómo se me fue a olvidar! —exclamó la pulga al recordar que ese día se celebraba la fiesta del pueblo—. ¡Yo no puedo faltar!

Dio una maroma, patinó en el borde de la ventana y, con los brazos extendidos, se echó al aire como un clavadista de La Quebrada, yendo a caer sobre la banqueta. Como no tenía muchas ganas de caminar, digo, de brincar, se subió al primer perro que pasó por ahí y, rápido, llegaron a la feria.

—¡Cuánta gente! dijo—. ¿Cómo se verá el mundo desde la rueda de la fortuna?

Se formó en la cola, muy paciente, detrás de unos zapatos color café. En eso, recordó:

"¡Qué tonta! ¡Por las prisas olvidé mi bolso en casa! ¿Con qué voy a pagar?... ¡Yo me cuelo!"
Y de un solo brinco, se colgó de las agujetas de los zapatos color café.

Los zapatos la llevaron hasta una canastilla que se mecía suavemente. La pulga se acomodó en la agujeta y dijo:

—Gracias, zapato, me has traído a un palco de primera.

La canastilla empezó a subir:

—¡Qué vista! ¡Qué fresco viento! —pensó la pulga, emocionada—.

¡Quiero estar aquí todo el día!

La rueda de la fortuna empezó a girar. Cuando la canastilla llegó a lo más alto, la pulga se asomó.

En eso... sintió que el estómago se le ponía de corbata; después...

¡un jalón y un vacío!

La rueda tomó vuelo, las gentes gritaban; la cabeza de la pulga, al igual que la rueda, también daba vueltas.

—¡Mejor me bajo de aquí —pensó la pulga.

Y sintiéndose golondrina borracha, se lanzó al vacío en un doble salto mortal. ¡Allá va, volando y sin paracaídas! Hasta que... ¡zaz!, fue a caer sobre la cabeza de una señora muy encopetada.

—¡Ay, qué rico colchón! —pensó la pulga, y se quedó ahí en lo que se le pasaba el mareo.

Desde ese cómodo mirador, la pulga se paseó y disfrutó de otros juegos.

Bostezando: "zzzzzz".

De pronto, una violenta agitación la despertó: un peine barrió con ella y la tiró al piso.

—¿Qué pasó, qué pasó? —exclamó, manoteando contra un imaginario enemigo. Ya calmada, se dio cuenta de que se encontraba en una elegante casa.

—¡Qué coraje, de lo que me perdí —se lamentó al sentirse lejos de la fiesta.

Sobre un cojín de terciopelo, vio un enorme gato de angora. Como ella siempre quiso probar la sangre de gato fino, se acercó, brincó sobre él y lo mordió.

—¡Fuchi! —dijo al probar la sangre—. ¡Está muy salada!

Entonces, brinco a brinquito, llegó hasta el tobillo de la señora, subió a la pantorrilla y picó furiosamente.

—¡Qué diferencia, ésta sí es sangre fina! —se relamió.

—¡Ay, me ha picado un bicho! —gritó la señora—. ¡Pulgas en mi alcoba! ¡No puede ser! ¡María, Teresa, Eulalia, vengan rápido!

¡Busquen y maten a todas las pulgas que se encuentren por aquí!

Las sirvientas llegaron corriendo; esparcieron insecticida por todos lados y comenzaron a buscar. La pulga brincaba con desesperación, intentando escapar del smog letal que la perseguía. Ya los gases le pisaban los talones cuando, debajo del ropero, descubrió una puertecita; la abrió y, respirando agitadamente, la cerró tras de sí. Era la casa de un ratón. Sentado en una mecedora, muy tranquilo, el señor ratón leía el periódico.

Al darse cuenta de la presencia de la intrusa, exclamó:

—¿Qué haces aquí, pulga? ¿No sabes que no somos de la misma especie? Vete. No quiero que me chupes la sangre.

La pulga, llorosa y desesperada, suplicó al ratón:

—Escóndeme en tu casa, ratón, por favor. Me iré en cuanto el campo de batalla esté tranquilo.

—¿En cuanto qué? —dijo el señor ratón.

—Es que tres mujeres me vienen persiguiendo y me quieren matar. Ayúdame.

El ratón pensó un momento.

—Está bien —dijo—, puedes quedarte; pero que no se te ocurra acercarte a mí.

Y así la pulga se quedó a vivir en la casa del ratón. Al pasar los días se hicieron grandes amigos; cada uno contó al otro la historia de su vida.

Suspirando, la pulga le platicó que le gustaría terminar su vida en un zoológico para poder chupar sangres exóticas, de distintos sabores. Por su parte, el ratón confesó que tenía unas ganas locas de tener un bonito reloj como el del dueño de la gran casa.

Esa misma noche, la pulga, con sigilosos brincos, llegó hasta la cama donde descansaba un hombre. Al escuchar el tic-tac del reloj la pulga dudó:

—¿No será una bomba? —y prosiguió—: ¡No puede ser! ¡Ánimo! ¡Valor! ¡Al ataque!

La pulga cayó sobre su víctima y la atacó con gran velocidad; le picó en las piernas, en la panza y en los brazos, hasta que la despertó.

Con gran escándalo, el hombre buscó a la autora de tales piquetes. En medio de un revuelo de cobijas, sábanas y almohadas, un reloj de bolsillo cayó al piso, sin que el furioso hombre se diera cuenta.

Renegando, reacomodó las cobijas, se calmó y volvió a dormirse.

Frotándose las patas delanteras de alegría, la pulga bailó ceremoniosamente alrededor del reloj; flexionando los brazos igual que un pesista se puso a jalarlo. Atravesó varias habitaciones hasta que llegó a la casa del ratón.

Con mucho cuidado abrió la puertecita. Arrastró el reloj hasta la entrada de la recámara del señor ratón, y escribió una nota:

Amigo:
En unos cuantos minutos terminaré de escribirte estas líneas y antes de una hora ya estaré de regreso en mi casa.
Nuestra amistad es tan amplia como el tiempo, y aunque no sé para qué demonios le puede servir un reloj a un ratón, aquí está este.

La pulga aventurera…

La vuelta de Don Quijote

Compañeros maestros otro cuento corto para el concurso...Tomen nota....
La vuelta de Don Quijote Cuentos de Polidoro

Esta vez estaban Don Quijote y Sancho discutiendo con muchas ganas.
—Te digo, Sancho, que no hay nada mejor que ser caballero andante.
—Yo, lo único que sé, es que no hay nada peor que ser escudero: se pasa mucha hambre, mucho frío y se reciben muchos palos sin tener la culpa de nada —decía Sancho.
Pero no pudieron seguir hablando porque una voz atronadora los interrumpió:
—¡Alto ahí, Don Quijote de La Mancha! ¡Te lo ordena el Caballero de la Blanca Luna!

Un silencio se hizo alrededor. Hasta las ranitas de los charcos dejaron de croar y prestaron atención. El que había hablado de aquella manera, era un caballero impresionante.


Al oír su nombre, la Luna se asomó oronda entre las nubes para ver qué ocurría.

—No te conozco —contestó Don Quijote—. ¡Así que díme de una vez por todas qué es lo que quieres de mí.
—Quiero una sola cosa: ¡que confieses!
—¿Qué confiese qué?
—Que la Luna es más bella, más blanca y más pura que tu Dulcinea del Toboso.
—¡Eso sí que no! ¡Ni la Luna misma lo es! ¡Nunca diré semejante disparate!
Desde su lugar en el cielo, la Luna sintió ganas de llorar. Ella nunca había oído hablar de Dulcinea del Toboso. Miró para abajo y no la vio por ninguna parte. En cambio, vio cómo Don Quijote de la Mancha se preparaba para enfrentar el Caballero de la Blanca Luna.
El valiente tomó distancia apuntando con su lanza y arremetió a todo galope en dirección a su adversario.
El Caballero de la Blanca Luna hizo lo mismo.
Chocaron los dos con mucha rabia y fuerza, y uno de ellos cayó al suelo. ¡Era el pobre Don Quijote!

Sancho, como siempre, corrió a ayudarlo, pero el Caballero de la Blanca Luna se le adelantó. Se inclinó sobre Don Quijote y le preguntó:

—¿Y?
—¡Ay! —se quejaba el caído—. ¡Ay!.. ¡No importa! Estoy seguro de que, aunque yo esté por el suelo, Dulcinea es más linda que la Luna, que el Sol y que todos los astros juntos.

—Pero... ¿cómo? ¡No puede ser! —dijo el Caballero de la Blanca Luna dando vueltas alrededor de Don Quijote.

Después sonrió, dándose importancia, y le dijo:

—Ahora que estás en mi poder, orgulloso Don Quijote, harás lo que yo te ordene. Y lo que ordeno, es: te retirarás a tu casa abandonando las armas y te quedarás allí tranquilo hasta que yo lo decida.

—¡Está bien, está bien! —rezongó Don Quijote en voz baja—. Te lo prometo. No soy el primero que sufre una desgracia como ésta. Hasta el mago Merlín vivió encerrado mucho tiempo... ¡y en una torre de aire!

Sancho creyó que Don Quijote deliraba.

—¿Es que acaso existen las torres de aire?
—Por supuesto —le explicó su amo—. ¡Para un caballero como yo, existen hasta torres de aire!

Una vez que Don Quijote se hubo repuesto de la caída y Rocinante estuvo en condiciones de caminar, emprendieron el regreso.


Don Quijote tenía que cumplir lo prometido: quedarse un año en casita, sin molestar a nadie, ocupándose de los quehaceres comunes.

—¡No puedo resignarme! Sólo me queda una esperanza: volver a ver a Dulcinea.
Sancho se rió bajito, porque él sabía muy bien quién era Dulcinea. La había conocido una vez que fue a llevarle una carta de parte de Don Quijote. Don Quijote creía que Dulcinea era una señora muy bien vestida que se pasaba el día bordando con hebras de oro. Pero Sancho sabía que Dulcinea era una pastora como todas, que se pasaba el día en el campo vigilando su rebaño.

Sí, sí. Nada había cambiado. Dulcinea no era más que Aldonza Lorenzo, una pastora.

Por suerte, Don Quijote no se confundió cuando vio la aldea ante sus ojos. Tampoco se confundió la gente de la aldea cuando los vio a él y a Sancho aparecer a lo lejos. ¡Don Quijote, más flaco que nunca, y Sancho Panza, tan gordo como siempre!

Una sola cosa había cambiado, desde el día en que se habían ido de su aldea. Que Don Quijote, en vez de llevar el casco sobre la cabeza, llevaba un sombrero de vendas, enorme e impresionante.

Cuando terminaron de recorrer la calle principal, se separaron.
Sancho se fue a su casa.

Teresa, su mujer, y Sanchica, su hija, lo besaron mucho y le hicieron una montaña de preguntas:

—¿Cómo, Sancho —decía Teresa—, un señor gobernador como tú, anda tan mal vestido?
—¿Cómo se vestían las damas de la corte? —le preguntaba su hija, que era más que curiosa y más que coqueta.
—¡Silencio! —dijo Sancho—. ¡Ya les contaré todo: una maravilla tras otra! ¡Castillos imponentes! ¡Encantamientos a granel!

Así se quedaron los tres muy contentos, contando las monedas que Sancho había traído y escuchando sin parar las famosas aventuras que junto a Don Quijote había pasado.


Mientras tanto, el cura de la aldea y un estudiante preguntón que se llamaba Sansón Carrasco, conversaban con Don Quijote.

—¿ Así que un tal Caballero de la Blanca Luna le hizo prometer que se quedaría un año en casita?
—le preguntaba el señor cura, mientras guiñaba un ojo al estudiante.
—¡Eso mismo! —dijo Don Quijote.
Miró al estudiante y pensó: "¡Qué parecidos son el Caballero de la Blanca Luna y Sansón Carrasco!"
Y no se equivocaba.

¡Sansón Carrasco y el Caballero de la Blanca Luna, no sólo se parecían, sino que eran la misma persona! ¿Qué había ocurrido? Que el estudiante Sansón Carrasco se había disfrazado de caballero andante y había tendido una trampa a Don Quijote.


El cura estaba de acuerdo con el estudiante, porque pensaba que aquél iba a ser un remedio definitivo para que Don Quijote se dejara de andar por ahí buscando aventuras. Y todos juntos, el cura, el estudiante, la sobrina de Don Quijote y el ama de llaves, empezaron a aconsejarle como si fuera un niño:

—Ya está muy viejo para andar por ahí —le decía la sobrina, que estaba preocupada por su salud.
—Es usted un señor muy importante, para arriesgar su vida por los caminos —decía el cura.
—Los caballeros andantes ya no existen —insistió el estudiante.
—¡La culpa de todo la tienen los libros de caballería! ¡No debe leerlos más! —le pedía el ama, que había quemado ya unos cuantos de aquellos libros para que Don Quijote no los viera en adelante.

Sancho Panza había guardado ya todas las monedas para comprar ropa a su familia y había contado ya a su esposa y a sus hijas toda la historia de sus aventuras. Entonces fue a casa de Don Quijote y le preguntó:

—¿Cuándo volvemos a partir? ¿Es cierto que tenemos que quedarnos un año aquí quietitos? ¡Qué va a decir el mago Frestón! ¡Se va a morir de risa!

Todos lo miraron con cara seria. Seguramente aquel mago Frestón era un invento más de los libros que tanto mal habían hecho a Don Quijote.


Sancho prefirió callarse y esperar un tiempito para ver qué pasaba. Ante tanta charla, la cabeza de Don Quijote empezó a dar vueltas como una pirinola: Don Quijote estaba mareado.

Vio cómo el mago Frestón se reía a carcajadas antes de esconderse entre las páginas de los libros.
Vio cómo los enormes gigantes que lo habían amenazado, se convertían en molinos de viento.
Vio como los enormes castillos que había visto a lo largo de los caminos, se convertían en posadas llenas de humo y olor a sopa.
Vio cómo las duquesas, marquesas, princesas y damas de la corte se convertían en pastoras y aldeanas.
Vio cómo los ejércitos famosos que había enfrentado con tanto valor, se convertían en rebaños de ovejas.
Y se sintió tan mal, que pidió permiso y se fue derechito a la cama. Durmió muchas horas, profundamente.
Cuando se despertó, llamó a todos los de la casa y les dijo muy contento:
—¡Ya sé! ¡Ya sé que me llamo Alonso Quijano y no Don Quijote! ¡Y que soy un señor como cualquier otro y no un caballero andante!

Al oír esto, Sancho se puso muy triste. Porque si Don Quijote no era más, Don Quijote, él no tenía por qué ser un escudero y volvía a ser un campesino. ¡Y ya no saldrían más por los caminos a buscar aventuras de toda clase!

Pero cuando se acordó de todos los malos momentos que había pasado, consideró que ya era suficiente y se conformó con seguir siendo lo que realmente era: un buen labrador.
Cuando el señor Quijano, que antes se llamaba Don Quijote, se puso más viejito, se le ocurrió dar consejos a su sobrina. Y entre los consejos que le dio, le dijo que no se le ocurriera nunca casarse con un lector atolondrado de libros de caballería, porque si lo hacía, lo iba a pasar muy mal.
Eso es lo que le dijo, y por aquel entonces mucha gente pensaba lo mismo.
Pasado cierto tiempo, un señor escribió un libro, que se tituló "Las Aventuras de Don Quijote de la Mancha". Lo escribió para mostrar cómo Don Quijote había sabido luchar para defender hermosas ideas, aún haciendo muchos y grandes disparates.
Y tanto gustaron las aventuras de Don Quijote, que las leemos todavía nosotros.
Compañeros...Buscando aquí y allá me encontré con estos tres textos a ver si sirven para el concurso...

Francisca y la Muerte—Santos y buenos días —dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:


Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.

"Cumplida está" pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.

"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.

Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.

Así pues, echó y echó a andar la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita
—dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano

—contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa?

—preguntó la muerte.
—¡Quién lo sabe! —dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.


Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.

—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?

— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.

"¡Chin!", pensó la muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la muerte:

—¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?

—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.

—¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.

—Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.

—Gracias —dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.


Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte y rabió:


"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino.

Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
—Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?

—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.

—Gracias —dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.

Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:

—Con Francisca, a ver si me hace el favor.

—Ya se marchó.

—¡Pero , cómo! ¿Así, tan de pronto?

—¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la muerte turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.

—Entonces usted no conoce a Francisca.

—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.

— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la muerte dijo:

— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...

—¿Y qué más?

—Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...

—¿Digamos qué?

—Filosa.

—¿Eso es todo?

—Bueno... además de nombre y dos apellidos.

—Pero usted no ha hablado de sus ojos.

—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.

—No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.

Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.


Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:

"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"

Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.

Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:

—Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:

—Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.



Un Tango para Hilvanando Texto: Eraclio Zepeda

Hilvanando, hilvanando, el maestro sastre pespunteaba los largos días de mi pueblo. Zurcía historias. Empataba recuerdos. Ponía ojales y botones a los sueños. Acudíamos a su taller para oír sus palabras, o ver sus manos, que iban y venían cortándonos cuentos.
Todos lo queríamos en el pueblo. Respetábamos su oficio tan útil y complejo. Al trazar con su tiza los cortes que formarían un futuro pantalón, el maestro parecía un astrónomo calculando movimientos de planetas. Mientras trabajaba, si no contaba historias, silbaba melodías que recuerdo dulces.
Cuando venían las fiestas le encargábamos ropitas nuevas: de ahí que pensáramos en él con alegría durante el resto del año. Nos gustaba escucharlo y ver sus quehaceres ejercidos con tanta perseverancia.

Los viejos recordaban que su nombre era Hildebrando, pero para nosotros siempre fue don Hilvanando, como su eterno hilvanar lo demostraba.


Don Hilvanando, el sastre, trabajaba puntada tras puntada hasta el último repique de campanas en la tarde. A esa hora se sacudía del regazo los recortes de tela, los trocitos de hilaza y los recuerdos que le habían caído durante el día.


Bostezaba con entusiasmo, se frotaba los ojos para ver el mundo que empezaba en la puerta misma de su taller, y se bajaba de la mesa de madera en donde trabajaba todo el día con las piernas enrolladas y los pies descalzos.

Nunca supimos por qué el maestro Hilvanando destinaba las sillas de su taller tan sólo para acomodar en ellas paños, aguardando el turno de las tijeras; también había pantalones terminados, esperando la aparición de sus dueños que ahí mismo los estrenaban. Para eso usaba las sillas.

La mesa en cambio era asiento, superficie de trabajo, colección de botones, almacén de figurines, agujas dispuestas en almohadillas, todo.

Al bajarse de su mesa de taller, se ponía los zapatos y se iba silbando a oír el radio en casa de su primo.

Era un radio enorme, con unos botones chiquititos para mover una aguja aún más pequeña, que iba a saltos por un universo de números, casi invisibles, que nos llevaban de un país a otro en medio de tempestades de estática.

Don Hilvanando pasaba de los botones y la aguja de su oficio a la aguja y los botones de aquel sorprendente aparato en el que un día escuchamos hablar una lengua recortada y melodiosa, igualita a la que se oía en la trastienda de don Juan Wong, el chino.


En ese radio de su primo don Hilvanando conoció el tango, que habría de llenar de tal modo su vida hasta no permitirle ya vivir en calma.


Cada día acortaba más su jornada de trabajo para brincar de su mesa más temprano, ponerse los zapatos e irse a escuchar los tangos.

Las sillas de su taller tenían menos pantalones terminados y en cambio los lienzos esperando el corte se acumulaban en torres multicolores.


Entendiendo que su buena fama estaba en entredicho hizo un trato con su primo para adquirir el enorme radio. Todos los niños le ayudamos a llevarlo a su taller en una carretilla que don Hilvanando manejó con un cuidado extremo.

Dejó de contar historias y de silbar. Su taller se convirtió en la casa del tango. A la hora en que uno llegara el maestro tenía una sonrisa permanente y sus ojos cansados se ponían luminosos con el tango La cumparsita.
Daba gusto ver cómo el maestro Hilvanando medía sus telas con su cinta métrica: abría y cerraba las manos como tocando un acordeón imaginario, siguiendo la tonada de un lejano bandoneón.
Don Hilvanando empezó a soñar con la tierra de donde venía el tango: el Plata, el río de la Plata, el país del Plata era el origen del tango. De allá, en viaje certero, venía directo para salir por la bocaza de su radio.

El Plata tendría que ser una tierra limpia, deslumbrante. El Plata bruñido por los tangos tendría que ser blanco, tal vez como la luna.

Nadie advirtió cuándo empezó todo: lo cierto es que don Hilvanando se cosió unos pantalones blancos; y luego una camisa blanca, y con zapatos blancos empezó a caminar en el parque por las tardes, tarareando la melodía Caminito.

Un domingo lo vimos estrenar un gran sombrero blanco, en el que apenas se notaba el polvo que caía sobre él. Silbaba los tangos aprendidos del radio y caminaba, con su ropa blanca y sus zapatos blancos, mientras soñaba en el país del Plata bajo la mirada en disimulo de todos nosotros.


Un día vendió las sillas de su taller y con dolor también vendió la mesa. Trabajaba ahora en el suelo, en una estera, espléndido petate que le regalara un viajero que pasó rumbo al sur.

Con el dinero de las sillas y la mesa y otras ventas compró un caballo blanco. De pronto, en la boda de la Marianita, anunció que se iría al sur, tras el camino revelado por el viajero que le regaló la estera.
Cuando preguntamos qué tan adentro del sur iría, contestó simplemente que habría de llegar al país del Plata, que por el momento tenía sueño y que se retiraría a descansar. Se despidió y se fue silbando el tango Adiós.

Compró una silla de montar muy blanca, con árguenas blancas, y también unas riendas blancas para su caballo que ahora se llamaba Luz de Plata. Su proyecto de ir al sur, hasta el nido del tango, lo absorbía completamente. Por las tardes, antes de ponerse los zapatos blancos, contaba sus monedas y hacía presupuestos. Un día rompió a llorar al darse cuenta de lo poco que podía reunir.
Cuando lo supimos, el pueblo se puso triste, era un gran tango que había caído de pronto como un eclipse. Alguien propuso una colecta. Y así fuimos de casa en casa reuniendo monedas para el viaje de don Hilvanando. Se organizaron distintos grupos para abarcar todos los barrios del pueblo. Y cuando los pueblos vecinos se enteraron también reunieron sus monedas y vinieron al taller de don Hilvanando, donde se entraron con nosotros.

Don Hilvanando supo que con la fuerza de todos llegaría al fin de su camino. Se vistió con calma, ensilló a Luz de Plata, guardó en las árguenas blancas los recursos reunidos por los pueblos y montó dignamente. Nos vio a todos, se ajustó la camisa blanca y, despidiéndose, agitó el sombrero blanco.


Todos fuimos detrás de su caballo para despedirlo hasta la última colina del pueblo, el "divisadero" como se llama, cargando en hombro las marimbas que tocaron y tocaron Adiós muchachos hasta que don Hilvanando se perdió de vista. Nosotros nos quedamos con las gargantas roncas.

El día en que el viejo radio de don Hilvanando nos avise que la alegría camina nuevamente por las calles y los campos del Plata, tendremos la seguridad de que el viejo sastre llegó hasta allá con su caballo blanco y el amor de todos los corazones de nuestro pueblo.



Mi Vida con la OlaTexto: Octavio Paz
Adaptación: Elena Poniatowska


Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas.
Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo, saltando.
Cuando llegamos al pueblo le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó.

Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Tras de mucho cavilar, me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros y allí vertí cuidadosamente a mi amiga.

Una señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando la empujé para que lo tirara, La señora me miró con asombro. Mientras yo pedía disculpas, un niño abrió la llave del depósito. La cerré con violencia. La señora se llevó el vaso a los labios:

—Ay, el agua está salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al conductor:
—Este individuo echó sal al agua.
El conductor llamó al Inspector:
—¿Con que usted echó sustancias en el agua?
El Inspector llamó al policía de turno:
—¿Con que usted echó veneno al agua?
El policía de turno llamó al capitán:
—¿Con que usted es el envenenador?
El capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y arrastraron a la cárcel. Durante días nadie me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave".

Me consignaron al juez penal. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Llegó el día de la libertad y esa misma tarde tomé el tren, luego un taxi y llegué a mi casa.
En la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho.

La ola estaba allí, cantando y riendo como siempre:
—Ola, ¿cómo regresaste?
—Muy fácil, en el tren.
Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora.

Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas.

Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos oscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.


Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país.
Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa a escondidas.

Cuando abrazaba a la ola, ella se erguía increíblemente esbelta, como el tallo líquido de un chopo, y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda, y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio.

Pero la ola se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Llené la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia la ola hacía naufragar.

¡Ah, cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo!


Instalé en mi casa una colonia de peces que nadaban en la ola.


Pero ella no se alegraba con nada; al contrario, por la noche aullaba largamente, y durante el día, con sus dientes acerados y su lengua corrosiva, roía los muros, desmoronaba las paredes y se pasaba las noches en vela haciéndome reproches.

Entonces empecé a salir con frecuencia y mis ausencias se hicieron cada vez más prolongadas. Frecuenté a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones.

Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Una noche nevó. Entonces la ola se arrinconó, se puso fría, y una mañana al levantarme la encontré convertida en una hermosa estatua de hielo.

Entonces la eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la ola dormida a cuestas. En la estación pedí un boleto al puerto más cercano. La puse a mis pies, bajo el asiento, cuidando mucho de que no se fuera a derretir. Había llevado una cubeta por si acaso.

Pesaba mucho, así que sentí verdadero alivio al ver, rumbo a la playa donde pensaba yo echarla al mar, una miscelánea en la que estaban vaciando la hielera.


—¿No me comprarían este bloque de hielo?
(Oí la protesta furiosa de mi amiga.)
—¿A verlo?
(La saqué del gran saco de lona y brilló muy bonito.)
—Está bueno, ¿cuánto quiere?
—Tres setenta y cinco.
Me alejé, pero antes de darle vuelta a la esquina alcancé a ver cómo el hombre sacaba su picahielo y empezaba a hacerla pedazos.

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