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lunes, 24 de enero de 2011

La vuelta de Don Quijote

Compañeros maestros otro cuento corto para el concurso...Tomen nota....


La vuelta de Don Quijote Cuentos de Polidoro


Esta vez estaban Don Quijote y Sancho discutiendo con muchas ganas.
—Te digo, Sancho, que no hay nada mejor que ser caballero andante.
—Yo, lo único que sé, es que no hay nada peor que ser escudero: se pasa mucha hambre, mucho frío y se reciben muchos palos sin tener la culpa de nada —decía Sancho.
Pero no pudieron seguir hablando porque una voz atronadora los interrumpió:
—¡Alto ahí, Don Quijote de La Mancha! ¡Te lo ordena el Caballero de la Blanca Luna!

Un silencio se hizo alrededor. Hasta las ranitas de los charcos dejaron de croar y prestaron atención. El que había hablado de aquella manera, era un caballero impresionante.


Al oír su nombre, la Luna se asomó oronda entre las nubes para ver qué ocurría.

—No te conozco —contestó Don Quijote—. ¡Así que díme de una vez por todas qué es lo que quieres de mí.
—Quiero una sola cosa: ¡que confieses!
—¿Qué confiese qué?
—Que la Luna es más bella, más blanca y más pura que tu Dulcinea del Toboso.
—¡Eso sí que no! ¡Ni la Luna misma lo es! ¡Nunca diré semejante disparate!
Desde su lugar en el cielo, la Luna sintió ganas de llorar. Ella nunca había oído hablar de Dulcinea del Toboso. Miró para abajo y no la vio por ninguna parte. En cambio, vio cómo Don Quijote de la Mancha se preparaba para enfrentar el Caballero de la Blanca Luna.
El valiente tomó distancia apuntando con su lanza y arremetió a todo galope en dirección a su adversario.
El Caballero de la Blanca Luna hizo lo mismo.
Chocaron los dos con mucha rabia y fuerza, y uno de ellos cayó al suelo. ¡Era el pobre Don Quijote!

Sancho, como siempre, corrió a ayudarlo, pero el Caballero de la Blanca Luna se le adelantó. Se inclinó sobre Don Quijote y le preguntó:

—¿Y?
—¡Ay! —se quejaba el caído—. ¡Ay!.. ¡No importa! Estoy seguro de que, aunque yo esté por el suelo, Dulcinea es más linda que la Luna, que el Sol y que todos los astros juntos.

—Pero... ¿cómo? ¡No puede ser! —dijo el Caballero de la Blanca Luna dando vueltas alrededor de Don Quijote.

Después sonrió, dándose importancia, y le dijo:

—Ahora que estás en mi poder, orgulloso Don Quijote, harás lo que yo te ordene. Y lo que ordeno, es: te retirarás a tu casa abandonando las armas y te quedarás allí tranquilo hasta que yo lo decida.

—¡Está bien, está bien! —rezongó Don Quijote en voz baja—. Te lo prometo. No soy el primero que sufre una desgracia como ésta. Hasta el mago Merlín vivió encerrado mucho tiempo... ¡y en una torre de aire!

Sancho creyó que Don Quijote deliraba.

—¿Es que acaso existen las torres de aire?
—Por supuesto —le explicó su amo—. ¡Para un caballero como yo, existen hasta torres de aire!

Una vez que Don Quijote se hubo repuesto de la caída y Rocinante estuvo en condiciones de caminar, emprendieron el regreso.


Don Quijote tenía que cumplir lo prometido: quedarse un año en casita, sin molestar a nadie, ocupándose de los quehaceres comunes.

—¡No puedo resignarme! Sólo me queda una esperanza: volver a ver a Dulcinea.
Sancho se rió bajito, porque él sabía muy bien quién era Dulcinea. La había conocido una vez que fue a llevarle una carta de parte de Don Quijote. Don Quijote creía que Dulcinea era una señora muy bien vestida que se pasaba el día bordando con hebras de oro. Pero Sancho sabía que Dulcinea era una pastora como todas, que se pasaba el día en el campo vigilando su rebaño.

Sí, sí. Nada había cambiado. Dulcinea no era más que Aldonza Lorenzo, una pastora.

Por suerte, Don Quijote no se confundió cuando vio la aldea ante sus ojos. Tampoco se confundió la gente de la aldea cuando los vio a él y a Sancho aparecer a lo lejos. ¡Don Quijote, más flaco que nunca, y Sancho Panza, tan gordo como siempre!

Una sola cosa había cambiado, desde el día en que se habían ido de su aldea. Que Don Quijote, en vez de llevar el casco sobre la cabeza, llevaba un sombrero de vendas, enorme e impresionante.

Cuando terminaron de recorrer la calle principal, se separaron.
Sancho se fue a su casa.

Teresa, su mujer, y Sanchica, su hija, lo besaron mucho y le hicieron una montaña de preguntas:

—¿Cómo, Sancho —decía Teresa—, un señor gobernador como tú, anda tan mal vestido?
—¿Cómo se vestían las damas de la corte? —le preguntaba su hija, que era más que curiosa y más que coqueta.
—¡Silencio! —dijo Sancho—. ¡Ya les contaré todo: una maravilla tras otra! ¡Castillos imponentes! ¡Encantamientos a granel!

Así se quedaron los tres muy contentos, contando las monedas que Sancho había traído y escuchando sin parar las famosas aventuras que junto a Don Quijote había pasado.


Mientras tanto, el cura de la aldea y un estudiante preguntón que se llamaba Sansón Carrasco, conversaban con Don Quijote.

—¿ Así que un tal Caballero de la Blanca Luna le hizo prometer que se quedaría un año en casita?
—le preguntaba el señor cura, mientras guiñaba un ojo al estudiante.
—¡Eso mismo! —dijo Don Quijote.
Miró al estudiante y pensó: "¡Qué parecidos son el Caballero de la Blanca Luna y Sansón Carrasco!"
Y no se equivocaba.

¡Sansón Carrasco y el Caballero de la Blanca Luna, no sólo se parecían, sino que eran la misma persona! ¿Qué había ocurrido? Que el estudiante Sansón Carrasco se había disfrazado de caballero andante y había tendido una trampa a Don Quijote.


El cura estaba de acuerdo con el estudiante, porque pensaba que aquél iba a ser un remedio definitivo para que Don Quijote se dejara de andar por ahí buscando aventuras. Y todos juntos, el cura, el estudiante, la sobrina de Don Quijote y el ama de llaves, empezaron a aconsejarle como si fuera un niño:

—Ya está muy viejo para andar por ahí —le decía la sobrina, que estaba preocupada por su salud.
—Es usted un señor muy importante, para arriesgar su vida por los caminos —decía el cura.
—Los caballeros andantes ya no existen —insistió el estudiante.
—¡La culpa de todo la tienen los libros de caballería! ¡No debe leerlos más! —le pedía el ama, que había quemado ya unos cuantos de aquellos libros para que Don Quijote no los viera en adelante.

Sancho Panza había guardado ya todas las monedas para comprar ropa a su familia y había contado ya a su esposa y a sus hijas toda la historia de sus aventuras. Entonces fue a casa de Don Quijote y le preguntó:

—¿Cuándo volvemos a partir? ¿Es cierto que tenemos que quedarnos un año aquí quietitos? ¡Qué va a decir el mago Frestón! ¡Se va a morir de risa!

Todos lo miraron con cara seria. Seguramente aquel mago Frestón era un invento más de los libros que tanto mal habían hecho a Don Quijote.


Sancho prefirió callarse y esperar un tiempito para ver qué pasaba. Ante tanta charla, la cabeza de Don Quijote empezó a dar vueltas como una pirinola: Don Quijote estaba mareado.

Vio cómo el mago Frestón se reía a carcajadas antes de esconderse entre las páginas de los libros.
Vio cómo los enormes gigantes que lo habían amenazado, se convertían en molinos de viento.
Vio como los enormes castillos que había visto a lo largo de los caminos, se convertían en posadas llenas de humo y olor a sopa.
Vio cómo las duquesas, marquesas, princesas y damas de la corte se convertían en pastoras y aldeanas.
Vio cómo los ejércitos famosos que había enfrentado con tanto valor, se convertían en rebaños de ovejas.
Y se sintió tan mal, que pidió permiso y se fue derechito a la cama. Durmió muchas horas, profundamente.
Cuando se despertó, llamó a todos los de la casa y les dijo muy contento:
—¡Ya sé! ¡Ya sé que me llamo Alonso Quijano y no Don Quijote! ¡Y que soy un señor como cualquier otro y no un caballero andante!

Al oír esto, Sancho se puso muy triste. Porque si Don Quijote no era más, Don Quijote, él no tenía por qué ser un escudero y volvía a ser un campesino. ¡Y ya no saldrían más por los caminos a buscar aventuras de toda clase!

Pero cuando se acordó de todos los malos momentos que había pasado, consideró que ya era suficiente y se conformó con seguir siendo lo que realmente era: un buen labrador.
Cuando el señor Quijano, que antes se llamaba Don Quijote, se puso más viejito, se le ocurrió dar consejos a su sobrina. Y entre los consejos que le dio, le dijo que no se le ocurriera nunca casarse con un lector atolondrado de libros de caballería, porque si lo hacía, lo iba a pasar muy mal.
Eso es lo que le dijo, y por aquel entonces mucha gente pensaba lo mismo.
Pasado cierto tiempo, un señor escribió un libro, que se tituló "Las Aventuras de Don Quijote de la Mancha". Lo escribió para mostrar cómo Don Quijote había sabido luchar para defender hermosas ideas, aún haciendo muchos y grandes disparates.
Y tanto gustaron las aventuras de Don Quijote, que las leemos todavía nosotros.

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